martes, 24 de septiembre de 2019

Hoyo de Manzanares, un buen lugar para vivir

El vecino José Hernández nos envía el siguiente artículo alegato sobre el pueblo de Hoyo de Manzanares. La fotografía es de Emilio Martínez Gil.
“Saliendo de Madrid por la autovía A-6 y tomando en Torrelodones la carretera secundaria M-618, en pocos minutos se llega a Hoyo de Manzanares, pueblo situado al pie de la primera estribación de la sierra de Guadarrama y a 1001 metros de altitud sobre el nivel del mar. Su cercanía a la capital de España, el relativo alejamiento de grandes vías de tráfico, su buen clima, y un entorno paisajístico de primera magnitud, lo hacen enclave idóneo para disfrutar una excelente calidad de vida. Me han contado que una señora francesa dijo cuando lo conoció que si en los alrededores de París hubiese un lugar semejante estaría copado por millonarios. Puede que sea mucho decir, pero el caso es que lo dijo.
No nací en Hoyo, pero viví en él buena parte de mi infancia y juventud. Llegué con mis padres y mis hermanos cuando nuestros progenitores decidieron seguir la corriente migratoria que casi despobló la provincia de Salamanca a mediados del pasado siglo. Yo tenía entonces siete años. Al principio nos fue bien, pero el cierre de la mina de wolframio, en la que mi padre trabajó de capataz, supuso para la familia una angustiosa etapa de estrechez económica que sorteamos con bastantes fatigas. Podría contar algunas anécdotas de aquella adversidad, pero no lo haré porque son amargas. También me ocurrieron cosas buenas: conocí los primeros amores -platónicos todos- y disfruté muchas horas de frontón con compañeros de escuela a quienes en su mayoría no he vuelto a ver y al resto veo poco, salvo a Javier, condiscípulo de bachillerato y amigo entrañable.
Me fui cumplidos los veinte años animado por una expectativa interesante que prometía asegurar mi futuro y la ausencia fue larga, aunque no lo suficiente como para borrar el apego que sentía por mi pueblo de adopción. Ya casado, veraneé de alquiler bastantes veces en Hoyo con mi familia hasta que pudimos comprar casa en este querido lugar donde ahora tenemos segunda residencia.
El pueblo ha cambiado mucho desde que se tomó la instantánea que durante algún tiempo estuvo en un atril de la plaza de Cervantes -figura también en el estupendo libro que recoge la historia de Hoyo en fotografías-, en la que aparezco -primera fila, primero por la derecha, sentado- entre el grupo de alumnos que rodean a su maestro, don Francisco. El centro urbano, en buena parte remodelado, es acogedor y muy elegante debido a sus sólidas y bien proporcionadas construcciones de granito: la hermosa plaza mayor; la antigua iglesia con su espadaña; las antiguas escuelas; el centro de cultura; la casa del médico…, y entre los habitantes del pueblo late una reconfortante inquietud deportiva y cultural que se plasma durante el año en excelentes torneos y programaciones de teatro y música. Espectáculos de algunas noches de verano han sido memorables.
A mí me entusiasma Hoyo en cualquier tiempo, pero más aún en primavera, porque en esa estación resulta muy grato caminar por los senderos que faldean el monte admirando como compiten, en esplendoroso contraste colores, el morado nazareno de la flor de cantueso; el blanco de la jara florida, tan abundante que algunos rodales se asemejan a plantaciones de algodón; el amarillo vivo de la retama; el dorado suave de la encina en flor; el rojo violento de las amapolas; el señorial púrpura rosado de las peonías…, ¡regalo impagable de la naturaleza, que nos hace soñar con las cosas amables de la vida!


También me gusta contemplar la majestuosa sierra que abriga al pueblo del viento del norte; en sus cumbres y laderas hay moles rocosas que miradas con la perspectiva conveniente se distingue sin dificultad la silueta de una tortuga - el cancho de la parra- y, con un poco más de esfuerzo imaginativo, un casco romano y hasta una muela. Los Picazos, sobrevolados a menudo por los buitres, parecen dos diviesos monstruosos por los que reventó el cataclismo orogénico de un remotísimo proceso geológico.
He dicho: “me gusta contemplar la sierra”, y digo bien, ya que ahora es lo único que podemos hacer con ella: mirarla, porque los dueños de la descomunal finca particular que ocupa casi toda su vertiente sur y oeste, han decidido, ley en mano, desestimar todo tipo de condescendencia con aquellos vecinos del pueblo que desde siempre utilizaron de forma recreativa y responsable algunos de sus senderos para subir a “La Mira”. Yo lo siento como una pérdida, que seguramente iré olvidando con ayuda de actividades alternativas que también me distraen, cosas sencillas, como recorrer otros caminos y veredas; admirar el magnífico paisaje sentado en una peña, acompañado, si tengo buena suerte, del canto de algún pájaro; zambullirme en la piscina de la urbanización cuando sea el tiempo; mirar de noche desde mi terraza el mar de luces que parece Madrid en la lejanía, y recibir con mucho gusto a cuantos quieran visitarnos. Procuraré dirigir el esfuerzo de mi voluntad a que lo venidero no me trastorne demasiado, y molestar a los demás sólo lo imprescindible.
En consecuencia con lo dicho, y en homenaje y muestra de gratitud a este lugar que tanto aprecio, siempre que tengo ocasión pongo al tanto de las excelencias de Hoyo a quienes las desconocen, y siento orgullo cuando después de invitarlos a venir, vienen, y respaldan mi opinión. Quizá la señora francesa no iba desencaminada”. José Hernández

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